Niños (1)

Cuando despertó esa mañana no había indicio alguno que le permitiera adivinar de qué manera se desarrollaría el resto del día.

Lavó su cara, dientes y manos. Tomó el desayuno en silencio. Se puso el traje y se paró frente a la puerta. La señora amable que lo acompaña, abrió la puerta y lo despidió.

Dando pasos firmes se alejaba, una sensación de seguridad lo abrazaba -ella lo observaría hasta desaparecer en el horizonte.

En unos pocos minutos, ya estaba en la oficina. Apenas acomodó sus pertenencias, puso manos a la obra. Debía finalizar una serie de tareas que, por distracción o complejidad, tenía pendientes del día anterior.

Trabajaba siempre con la mayor concentración posible. No charlaba con sus compañeros de oficina, ni con sus superiores. Abocado exclusivamente a sus obligaciones.

Luego de un largo rato, decidió tomarse unos minutos para descansar. Odiaba el cigarrillo, o usaba eso como excusa para no socializar tampoco en los momentos de distensión. Sacó de su bolso una bebida (la señora nunca olvidaba los detalles) y mirando a su alrededor se dispuso a disfrutarla en silencio y soledad.

La tranquilidad, sin embargo, no duró demasiado. Una niña, a quien no conocía, se le acercó. Estupefacto, no supo qué decir. Miraba nervioso a sus costados para encontrar a los tutores, pero nada. La niña insistía en jugar con él.

Puso mil excusas, que el horario, que las tareas, que “lo importante”, que, que, que… Pero ella parecía no entender su idioma.

Tenía los cachetes colorados y las manos sucias. Despeinada por el viento y descalza.

Intentó distraerla con unas golosinas (que la señora amable ponía insistentemente en su bolso y que él se resistía a probar). Ella las devoró. Su boca llena de caramelo y los dedos pegoteados insistían en que él la acompañara a su mundo de colores.

Él se animó a levantar la mirada. Hace rato no lo hacía.

Al principio vio gris. Se enojó con ella. Le gritó. La trató de irresponsable. Él envejecía a medida que ella le temía.

Aún así, su desfachatez (producto de inexperiencia e inocencia) lo asombraban. Tironeaba de su traje. Lo llenaba de manchas.

Una suerte de enojo y curiosidad comenzó a invadir sus pensamientos. Se dejó llevar y miró nuevamente a su alrededor.

No podía creerlo. La fotocopiadora había desaparecido De pronto también la pizarra con los objetivos del mes; en su lugar, un sube-y-baja y tobogán (verde y rojo, respectivamente) ocupaban la sala de reuniones.

¿Qué había pasado con su ropa? Su traje no estaba. Sus pies, descalzos (¡hace cuánto no lo estaban!). En su cuerpo, un enterito de jean con pitucones azules.

La buscó con la mirada entre los juegos, pero la vio alejarse corriendo. Sin saber por qué, la siguió. A su paso, los escritorios se transformaban en jardines, los jefes en árboles, los pasillos en senderos, las luces de neón en rayos de sol inabarcables.

Distraído mirando a su alrededor, tropezó con una raíz. Su cara dio de lleno en un charco. Por un segundo quedó inmóvil. Un niño lo observaba desde la superficie del agua.

De lejos se escuchó la voz de la señora amable: “¡Hijo! ¿Estás bien?”

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