America Bonita (5)

Quinta Parte

Si el relato de esta noche parece eterno, es porque lo fue. A la noche, la siguió la madrugada que entremezclada con la mañana, fueron difíciles de atravesar.

A las 4am pasaba el primer “bus” que me llevaba a la frontera. Entre perros vagabundos esperé paciente en un banco de plaza que así fuera. Y cumplió: 4,05.

“No hay lugar!”- gritó enérgico el chofer. El próximo en media hora. Volví al banco con los perros, a esta altura, amigos.

No voy a detallar cómo fue que a las 11am, seguía aún sentada en ese banco. Pero sí, que con el pasar de los “buses” (uno cada 15/30 minutos) me fui dando cuenta de que el “no hay lugar”, seguido de dejar la puerta entre-abierta e irse por largo rato, era la manera de los choferes de lavarse las manos de que se llenaran pasillos, cajuelas, guarda-equipajes, etc., con gente. Hasta el destino final, claro está, donde al que bajaba sin boleto “oficial” se le cobraba una módica suma (equivalente al valor de viajar con asiento y espacio para respirar) por el “favor” de hacer la vista gorda.

Conciente de la situación, supe que la única manera de subirme era haciendo uso de la fuerza física. Pero contra quién? Contra viejecitos cargados hasta los dientes? Contra señoras con sus hijos a cuestas en la espalda? A quién iba a decidir golpear, empujar y maltratar para poder llegar a mi destino?

Decidí que no iba a poder hacerlo. Luego de muchos intentos frustrados, la única salida que encontré fue el llanto. La escena no es agradable. Niña bien sentada en un parador de colectivos, vendedores ambulantes por doquier, perros vagabundos, mochila al hombro, basura.

Un joven con el que había entablado una conversación muy amable pero con varias interrupciones (cada vez que venía un colectivo, corríamos los dos desesperados, por unos minutos olvidábamos la cordialidad y como lobos feroces detrás de una presa, nos disputábamos la salida con vida de la situación), oriundo de esas tierras, me aconsejó que no dejara pasar el próximo a las 14hs (sí estuve 10hs tratando de subirme a un colectivo), era el último del día. Supuse que el llanto, que nunca me ha servido de mucho, en esta ocasión tampoco lo haría. Me saqué el abrigo, me arremangué, y esperé alerta.

Cuando finalmente abrió sus puertas, el ritual se repitió. “No hay lugar”, puerta entre-abierta, chofer ausente, empujones. Pero del cielo (o al menos así lo creí) alguien me tendió una mano. Un argentino, desde la ventana del bondi me agarró la mochila y me dijo: “ahora, entrá!”. No sé cuántas vidas dejé en el camino, pero lo logré.

Mi ángel de la guarda me había reservado un lugar junto a él de privilegio. Nuestras localidades se ubicaban en el pasillo, entre los asientos 4-5 y 6-7. Al subir, una mirada bastó para comprender por lo que había pasado. Tendió un papel de diario en el piso y me invitó a descansar.

Abrazada a mi mochila, dormí mejor que en varios días. Ya estaba en camino a casa.

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