LIBRO - Diciembre Súper Álbum (Liliana Bodoc)


Diciembre Súper Álbum


La historia comenzó en colores, por eso el auto era rojo. Primero se veían los faros de frente y a la distancia. Después una ruta desolada, el auto de costado, y la velocidad como una hilera de erres.

El conductor del auto era el perfil de un hombre.

El hombre de perfil se llamaba Santiago.

Santiago volvía al pueblo después de una ausencia que había durado muchas páginas. Traía consigo la misma estatura que se había llevado. Más la esperanza de encontrar un final feliz.

Santiago regresó a San Jerónimo buscando el parque de diversiones de los húngaros. Aquel "Budapest" que dividió a los vecinos de toda la vida y los condujo a un enfrentamiento del cual ninguno salió ileso. Fueron tiempos en que las amas de casa abandonaron sus cocinas para ocupar un sitio en la guerra. Tiempos en que un pequeño pueblo de provincia vio nacer a un héroe de historieta. Un tiempo de títeres muertos y besos mal dibujados.

Santiago estuvo en un bando. Doña Lupe, en el otro. Ellos y el mundo se enfrentaron en nombre del "Budapest". Un parque de diversiones desvencijado que aseguraba haber cruzado el mar desde las lejanas tierras de Hungría para que damas, niños y caballeros pudieran disfrutar de sus atracciones. El "Budapest" se instaló en el pueblo como un cuarto menguante al final de la lluvia. Y ya nada pudo ser igual.

(Así empieza Diciembre, Súper Álbum, de Liliana Bodoc)

Niños (2)

La vida como niños

Si pudiéramos jugar a vivir,
silbaríamos al caminar,
soñaríamos al dormir,
lloraríamos en lugar de gritar,
correríamos sólo por correr,
cantaríamos en público,
nos disfrazaríamos por diversión y no por miedo,
no negaríamos abrazos, ni besos, ni caricias, ni te quieros,
ofreceríamos la otra mejilla sin rencor,
no conoceríamos la definición de venganza,
no podríamos mentir sin sonrojarnos,
no nos avergonzaría nuestro cuerpo,
mamá sería una princesa y papá un súper héroe,
los días serían eternos y las noches oscuras,
navidad una ilusión y no una mercancía,
los cumpleaños un festejo y no nostalgia.

Nosotros…
nosotros tomaríamos la leche con galletitas todas las tardes como si fuera la primera,
y nos casaríamos todos los días, sin fiesta, vestidos ni invitados,
sólo vos y yo,

En definitiva, si pudiéramos jugar a vivir, viviríamos en lugar de jugar.

Niños (1)

Cuando despertó esa mañana no había indicio alguno que le permitiera adivinar de qué manera se desarrollaría el resto del día.

Lavó su cara, dientes y manos. Tomó el desayuno en silencio. Se puso el traje y se paró frente a la puerta. La señora amable que lo acompaña, abrió la puerta y lo despidió.

Dando pasos firmes se alejaba, una sensación de seguridad lo abrazaba -ella lo observaría hasta desaparecer en el horizonte.

En unos pocos minutos, ya estaba en la oficina. Apenas acomodó sus pertenencias, puso manos a la obra. Debía finalizar una serie de tareas que, por distracción o complejidad, tenía pendientes del día anterior.

Trabajaba siempre con la mayor concentración posible. No charlaba con sus compañeros de oficina, ni con sus superiores. Abocado exclusivamente a sus obligaciones.

Luego de un largo rato, decidió tomarse unos minutos para descansar. Odiaba el cigarrillo, o usaba eso como excusa para no socializar tampoco en los momentos de distensión. Sacó de su bolso una bebida (la señora nunca olvidaba los detalles) y mirando a su alrededor se dispuso a disfrutarla en silencio y soledad.

La tranquilidad, sin embargo, no duró demasiado. Una niña, a quien no conocía, se le acercó. Estupefacto, no supo qué decir. Miraba nervioso a sus costados para encontrar a los tutores, pero nada. La niña insistía en jugar con él.

Puso mil excusas, que el horario, que las tareas, que “lo importante”, que, que, que… Pero ella parecía no entender su idioma.

Tenía los cachetes colorados y las manos sucias. Despeinada por el viento y descalza.

Intentó distraerla con unas golosinas (que la señora amable ponía insistentemente en su bolso y que él se resistía a probar). Ella las devoró. Su boca llena de caramelo y los dedos pegoteados insistían en que él la acompañara a su mundo de colores.

Él se animó a levantar la mirada. Hace rato no lo hacía.

Al principio vio gris. Se enojó con ella. Le gritó. La trató de irresponsable. Él envejecía a medida que ella le temía.

Aún así, su desfachatez (producto de inexperiencia e inocencia) lo asombraban. Tironeaba de su traje. Lo llenaba de manchas.

Una suerte de enojo y curiosidad comenzó a invadir sus pensamientos. Se dejó llevar y miró nuevamente a su alrededor.

No podía creerlo. La fotocopiadora había desaparecido De pronto también la pizarra con los objetivos del mes; en su lugar, un sube-y-baja y tobogán (verde y rojo, respectivamente) ocupaban la sala de reuniones.

¿Qué había pasado con su ropa? Su traje no estaba. Sus pies, descalzos (¡hace cuánto no lo estaban!). En su cuerpo, un enterito de jean con pitucones azules.

La buscó con la mirada entre los juegos, pero la vio alejarse corriendo. Sin saber por qué, la siguió. A su paso, los escritorios se transformaban en jardines, los jefes en árboles, los pasillos en senderos, las luces de neón en rayos de sol inabarcables.

Distraído mirando a su alrededor, tropezó con una raíz. Su cara dio de lleno en un charco. Por un segundo quedó inmóvil. Un niño lo observaba desde la superficie del agua.

De lejos se escuchó la voz de la señora amable: “¡Hijo! ¿Estás bien?”

America Bonita (5)

Quinta Parte

Si el relato de esta noche parece eterno, es porque lo fue. A la noche, la siguió la madrugada que entremezclada con la mañana, fueron difíciles de atravesar.

A las 4am pasaba el primer “bus” que me llevaba a la frontera. Entre perros vagabundos esperé paciente en un banco de plaza que así fuera. Y cumplió: 4,05.

“No hay lugar!”- gritó enérgico el chofer. El próximo en media hora. Volví al banco con los perros, a esta altura, amigos.

No voy a detallar cómo fue que a las 11am, seguía aún sentada en ese banco. Pero sí, que con el pasar de los “buses” (uno cada 15/30 minutos) me fui dando cuenta de que el “no hay lugar”, seguido de dejar la puerta entre-abierta e irse por largo rato, era la manera de los choferes de lavarse las manos de que se llenaran pasillos, cajuelas, guarda-equipajes, etc., con gente. Hasta el destino final, claro está, donde al que bajaba sin boleto “oficial” se le cobraba una módica suma (equivalente al valor de viajar con asiento y espacio para respirar) por el “favor” de hacer la vista gorda.

Conciente de la situación, supe que la única manera de subirme era haciendo uso de la fuerza física. Pero contra quién? Contra viejecitos cargados hasta los dientes? Contra señoras con sus hijos a cuestas en la espalda? A quién iba a decidir golpear, empujar y maltratar para poder llegar a mi destino?

Decidí que no iba a poder hacerlo. Luego de muchos intentos frustrados, la única salida que encontré fue el llanto. La escena no es agradable. Niña bien sentada en un parador de colectivos, vendedores ambulantes por doquier, perros vagabundos, mochila al hombro, basura.

Un joven con el que había entablado una conversación muy amable pero con varias interrupciones (cada vez que venía un colectivo, corríamos los dos desesperados, por unos minutos olvidábamos la cordialidad y como lobos feroces detrás de una presa, nos disputábamos la salida con vida de la situación), oriundo de esas tierras, me aconsejó que no dejara pasar el próximo a las 14hs (sí estuve 10hs tratando de subirme a un colectivo), era el último del día. Supuse que el llanto, que nunca me ha servido de mucho, en esta ocasión tampoco lo haría. Me saqué el abrigo, me arremangué, y esperé alerta.

Cuando finalmente abrió sus puertas, el ritual se repitió. “No hay lugar”, puerta entre-abierta, chofer ausente, empujones. Pero del cielo (o al menos así lo creí) alguien me tendió una mano. Un argentino, desde la ventana del bondi me agarró la mochila y me dijo: “ahora, entrá!”. No sé cuántas vidas dejé en el camino, pero lo logré.

Mi ángel de la guarda me había reservado un lugar junto a él de privilegio. Nuestras localidades se ubicaban en el pasillo, entre los asientos 4-5 y 6-7. Al subir, una mirada bastó para comprender por lo que había pasado. Tendió un papel de diario en el piso y me invitó a descansar.

Abrazada a mi mochila, dormí mejor que en varios días. Ya estaba en camino a casa.