Para Arturo, el Dinosaurio.

Probablemente en su pueblo se les recordará
como cachorros de buenas personas,
que hurtaban flores para regalar a su mamá
y daban de comer a las palomas.

Probablemente que todo eso debe ser verdad,
aunque es más turbio cómo y de qué manera
llegaron esos individuos a ser lo que son
ni a quién sirven cuando alzan las banderas.

Hombres de paja que usan la colonia y el honor
para ocultar oscuras intenciones:
tienen doble vida, son sicarios del mal.
Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Rodeados de protocolo, comitiva y seguridad,
viajan de incógnito en autos blindados
a sembrar calumnias, a mentir con naturalidad,
a colgar en las escuelas su retrato.

Se gastan más de lo que tienen en coleccionar
espías, listas negras y arsenales;
resulta bochornoso verles fanfarronear
a ver quién es el que la tiene más grande.

Se arman hasta los dientes en el nombre de la paz,
juegan con cosas que no tienen repuesto
y la culpa es del otro si algo les sale mal.
Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Y como quien en la cosa, nada tiene que perder.
Pulsan la alarma y rompen las promesas
y en nombre de quien no tienen el gusto de conocer
nos ponen la pistola en la cabeza.

Se agarran de los pelos, pero para no ensuciar
van a cagar a casa de otra gente
y experimentan nuevos métodos de masacrar,
sofisticados y a la vez convincentes.

No conocen ni a su padre cuando pierden el control,
ni recuerdan que en el mundo hay niños.
Nos niegan a todos el pan y la sal.
Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Pero, eso sí, los sicarios no pierden ocasión
de declarar públicamente su empeño
en propiciar un diálogo de franca distensión
que les permita hallar un marco previo

que garantice unas premisas mínimas
que faciliten crear los resortes
que impulsen un punto de partida sólido y capaz
de este a oeste y de sur a norte,

donde establecer las bases de un tratado de amistad
que contribuya a poner los cimientos
de una plataforma donde edificar
un hermoso futuro de amor y paz.

Tienen doble vida, son sicarios del mal.
Entre esos tipos y yo hay algo personal.




Gracias Joan Manuel.

Dedicado al Dinosaurio Arturo, de visita en NUESTRAS tierras. Esperamos sinceramente que no hayas encontrado ninguna razón para volver.

La Otredad que Nos amenaza

Esta ciudad, monstruosa, despiadada e irascible, construye murallas alrededor “nuestro” que nos presentan al Otro como un ser de proveniente de infra-mundos, merecedor de nuestro más sincero pavor, repulsión y odio. Mezcla mortal, disfrazada muchas veces de soberbia, lástima y falsa preocupación.

¿Qué culpa expían aquellos de nacieron “fuera”? ¿“Fuera” de qué? “Fuera” de un “Nosotros”, ¿construido por quiénes y para qué?

El discurso nos orienta, nos guía y, muchas veces, nos determina. Son los “excluidos”, los que viven “fuera”, los que quieren entrar. La pregunta, que más de una vez ocupó mi mente, es ¿adónde?

Supongo que cuando el discurso se desarrolla en esos términos, hablamos de posibilidades, aquellos que las tenemos, somos “incluidos” y los que no, “excluidos”. Pero ¿quién dibuja la raya?

El límite entre Nosotros y los Otros, pareciera venir a estar “dado”, lo naturalizamos. A simple vista podemos diferenciarnos. No siempre es el color de piel, aunque muchas veces es un síntoma que nos previene. A veces es la ropa o las zapatillas que vestimos, la música que escuchamos, los barrios donde vivimos, la forma en la que hablamos, los lugares donde veraneamos, etc., etc., etc. Las diferencias saltan a la vista (cuando no, al olfato).

Y nuevamente la pregunta, ¿quién decide de qué lado estás?

¿Son nuestros padres, por lo mucho que se esforzaron para darnos lo que tenemos? ¿Es que los suyos no trabajaron hasta el cansancio también? Gente inteligente (o que al menos yo considero que lo es) me ha propuesto más de una vez esta salida, como explicación de la desigualdad. El voluntarismo. Todo termina reduciéndose a su falta de voluntad, de ganas, de esfuerzo. ¿Será que solamente yo, puedo verlos caminar calles y calles, arrastrando carros, que los exceden en peso varias veces, para ganarse las pocas monedas con las que deberán hacer milagros, o, pasarse horas, miles de ellas, parados en las esquinas limpiando autos que nunca se permitirán siquiera soñar propios, o deambular revolviendo nuestras migajas de excesos para cubrir sus mínimas necesidades? ¿Será que no sueñan con más? ¿Será que hasta eso les falta, sueños?

Este discurso es el más actualizado, el más aterrador y al que hoy quisiera plantearle, al menos, algunas de mis dudas.

Los que sostienen este absurdo del voluntarismo, del “esfuercismo” parten, a mi entender, de una premisa errada: igualdad. Lamento comunicarles que no lo somos, a las pruebas me remito.

Donde no hay tendido de agua potable, gas, luz, ni teléfono,
donde los pisos (de afuera y de adentro) son de barro,
donde los techos son de chapa y las casas, habitaciones,
donde la basura (la suya como residuos y la nuestra como mercadería) es parte del paisaje,
donde si llueve no es bendición sino maldición,
donde el frío es el peor enemigo de chicos y grandes, y el calor el mejor amigo de las enfermedades,
donde la piel se llaga por no lavarse a diario,
donde el calzado es un lujo que no todos pueden darse,
donde se vive y muere sin haber conocido otros mundos,
donde la esperanza de vida deja de llamarse así para reducirse a la mitad,
donde es respetado el que sabe leer y escribir tanto, o menos, que el que porta el arma más grande,
donde comer no está dado, sino que es milagro cada vez,
donde los niños nacen grandes y los grandes son viejos,
donde las mujeres son cosas y los hombres, violencia,
donde el sexo no es placer sino sometimiento,
donde un hijo no es alegría sino un hábito,
donde la justicia, la educación o la salud tienen prohibida la entrada,
donde todos son culpables del pecado original: la vida;
allí nacen a diario, miles de niños que no son iguales a los nuestros.

¿Es que no los vemos? ¿Será que las murallas que construimos con el discurso nos exoneran de la culpa que tenemos con cada uno de ellos? ¿Será que el odio que sienten por nosotros y lo nuestro, nos permite odiarlos con la misma intensidad?

¿Cuánto tiempo más podremos sostener esta línea virtual? ¿Cuánto falta para que entren por lo que es, también, suyo?

Cada vez son más los de fuera, pero cuando el afuera es más grande que el adentro, las cosas, ¿no se invierten? ¿No pasamos “Nosotros” a ser “los Otros”?

Cosas que te pasan si estás vivo

La confesión del otro día acerca de las palabras, trajo consigo serias consecuencias.

Ofendidas por mi indiscreción, decidieron abandonarme por unos días. No pueden imaginarse lo que es transitar la vida cotidiana sin su compañía.

Al principio, pensé que su reacción era desproporcionada, que pronto recapacitarían y volverían. Sin decir nada, ellas y yo, nos amalgamaríamos nuevamente y el episodio quedaría en el pasado.

Con el correr de los días, sin embargo, intuí que deberían estar más enojadas de lo que pensé y que el hecho no podría resolverse con un simple apretón de manos mental. El caso ameritaría un tratamiento especial.

Traté de imaginar cómo reaccionaría frente a un amigo dolido, un novio despechado. La cosa se complicó y decidí pensarlas más simples, menos enroscadas que los seres humanos.

Entonces me dispuse a tentarlas, invitarlas, como quien no quiere la cosa, a rellenar estás páginas (virtuales) en blanco. Sin embargo, como, a esta altura, yo también estoy un poco contrariada con ellas (por la sucesión de furcios, tartamudeos, dificultades en la redacción, etc., que sufrí estos días), las convidaré a participar pero, no como protagonistas del relato, sino como simples vectores del pensamiento.

Decidí entonces, reivindicar a todas las cosas (¡y personas!) que nos acompañan diariamente, y que no siempre reciben el homenaje apropiado (no vaya a ser que estas también se me enojen). Es decir, las que pasamos por alto por el simple hecho de estar. De sentir que nos son dadas. Las que naturalizamos.

A medida que mis dedos se deslizan por el teclado, vienen a mi mente, una a una, todas las cosas (sí, entre las palabras que perdí por la confidencia del otro día, están los sinónimos… de paso les propongo un juego: cuenten cuántas veces llego a decir la palabra “cosa” o su variante plural “cosas”, a lo largo de este mensaje) que me completan. Uso el verbo completar, porque creo, sinceramente y sin ningún intento demagógico, que sin ellas, no sería yo.

Muchas son, las cosas que en la vida, realmente me completan. Inútil sería un intento de nombrarlas a todas de una sola vez y para siempre, pero al menos, quisiera abrir este espacio para la reflexión sobre el tema. Abrir la puerta del homenaje a esas pavadas que nos roban una sonrisa (aunque sea pa’dentro) cada día.

Como siempre nos cuesta ser los primeros, empiezo yo.

Advertencias (perdón, es que, siento que podría herir susceptibilidades si no hago muchas, pero muchas, aclaraciones previas):
• el orden de aparición no indica orden de relevancia;
• esto pretende ser simplemente una enunciación, no una declaración de principios;
• la lista no se agota (o al menos así lo deseo);
• si no estás en ella, probablemente, es porque no me acordé o se hizo la hora de dejar esto y volver a mis obligaciones, ya que este sitio sólo lo conoce gente a la que aprecio y estimo, que me completa, de alguna u otra manera;

Luego del lapsus aclaratorio, retornemos… veamos en cuántas coincidimos (lo veo difícil, ya que con el correr de los años, aquellas cosas que para mí se caen de maduro, a muchos de los que me rodean, le parecen de lo más extrañas)y en cuántas no.


Sin más (al menos por ahora), con ustedes: Las cosas que te pasan si estás vivo.

Los amigos. Decidí empezar por ellos, porque… son ustedes! Jajaja! Esto es más divertido de lo que pensé, al menos para mí! ¿Qué sería de uno sin los amigos? Sin caer en los eternos clichés de la amistad, reconozco que sin ellos no sería yo. Es más sería alguien de lo más desagradable para mi actual yo. Alguien con quien hoy no me relacionaría en absoluto. Mis amigos, me completan.

La familia. Para los que pensaron que no habría lugar en esta lista para ella, se equivocaron. A pesar de las apariencias (que nos engañan el 99% del tiempo), amo a mi familia. Sí, a todos! Y somos muchos! Tengo familia “compuesta” como dirían los sociólogos amigos. Una suerte de mixtura Santiago-Zarateña, que terminó resultando en: 1 padrastro malo (chiste interno) + 4 hermanos + 1 hermana + 4 cuñadas + 4 y ½ sobrinos (a esta altura Olivia todavía está en el horno) + 1 madre de otro planeta (en todos los sentidos habidos y por haber).

Para que vean que esto no es (sólo) demagogia para con los lectores, la lista continúa con las nimiedades (aparentes, al menos), que me hacen feliz.

El café con leche. Sí, leyeron bien. Café con leche. Pero no cualquiera. Ese que se prepara con una taza completa de leche calentita, una cucharadita de café instantáneo que apenas la mancha y 3 cucharadas de azúcar. Para que sea perfecto, debe tomarse frente a una ventana. Si el día está frío o lluvioso, la alquimia resultante es mágica.

Una combinación ideal: Bici + Sol. Sólo comparable con la suma algebraica de: Sol + Siesta. Y si la lógica proposicional no me falla: Bici + Sol ⇒Siesta al Sol.

El Mate. Poco a poco, voy dejándoles entrever, esto que decía en la presentación, de que la argentinidad nos brota (queramos o no) por los poros. Quién de nosotros no ha pasado mañanas, tardes o noches, infinitas, acompañadas de ese amigo fiel que es el mate. Reuniones familiares, con amigos, para estudiar, o simplemente con nosotros mismos. Siempre ahí, presente.

Otra infaltable, e indispensable, mi amiga personal, diría hermana siamesa: la música. Desde las 6 de la mañana (cuando no, antes) hasta el último minuto del día, está conmigo. Alegre, triste, eufórica, solemne, introspectiva, nerviosa… esté como esté, siempre tiene para conmigo un gesto de solidaridad: la canción justa, en el momento apropiado.

Libros… qué decir de ellos, que no se haya dicho ya, con mayor elocuencia y efusividad. Aparentemente inofensivos, las dictaduras más cruentas de la historia advirtieron su peligrosidad. No en vano, se pretendió una y otra vez erradicar, cierta literatura, de la faz de la tierra. Las palabras (allí de nuevo) escritas, y en su forma sonora, el discurso, son armas más potentes que cualquier otra, jamás creada por los seres humanos.

Por último (por ahora), un lujo. Uno de esos placeres que puedo disfrutar por pertenecer a la honorable clase media argentina. Una excentricidad, si lo observara desde la perspectiva común y corriente del argentino promedio. Viajar. Sea a dónde sea y cómo sea, amo viajar. La ruta, las personas, los lugares. Esa magia que envuelve y corona cualquier escapada por más mínima que sea. Desde la idea misma, hasta su concreción, conlleva para mí una carga inusual de energía que revitaliza mi cotidianeidad.

Antes de despedirme, invítolos a compartir (otra vez, este maldito verbo… lo voy a tener que buscar en el diccionario porque tanto no me lo acuerdo) esas pequeñas-grandes cosas que nos completan.

Por ahí, quién te dice, vos me completás más de lo que te imaginás.

Las palabras y las cosas...

¿De dónde salen las palabras? Digo, en algún lugar deben estar todas juntas, acordando mutuamente el orden en el que saldrán a escena.

Imagino reuniones de consorcio interminables, en las que todos los vecinos del edificio Lenguaje resuelven sus discusiones, muchas veces, a las trompadas y con cartas documento.

Pienso cuando vienen a la boca mil palabras y, ellas solitas, deciden organizarse para salir al ruedo. Muchas veces usando la mente como un GPS para desandar el camino. Otras, tomando las rutas más impensadas para terminar perdiéndose por pagos desolados.

Repaso discusiones en las que, reprimidas por el deber ser, se fueron golpeadas y ensangrentadas a morir en un intenso dolor de cabeza o malestar estomacal.

Recuerdo las despedidas en las que se quedaron atoradas por un corte de ruta en medio de la garganta, y brotaron húmedas por los ojos, en silencio.

Tantas hojas en blanco, sobre las que lucharon a muerte. O exámenes en las que, tímidas, no quisieron salir.


Hace poco, fui a conseguir palabras. Lo hago seguido (aunque no tanto como me gustaría). Las busqué en un libro prestado (de paso aprovecho, y agradezco al dueño). Me sorprendió saber que así como las palabras nos usan para materializarse, lo mismo hacen con nosotros, las decisiones.

El autor usado por esas palabras contaba que son, las decisiones, las que nos toman y nos hacen hacer. Cuando creemos ser los que decidimos, ellas ya lo hicieron por nosotros. Las decisiones son previas a quienes las ponen en práctica. Y estos últimos, son sus víctimas, sus instrumentos de materialización.

Las palabras son igual de ruines.

Creemos dominarlas. Manejarlas a antojo. Las muy zorras simulan ser sumisas la mayoría del tiempo, y de esa manera logran que bajemos la guardia. Hasta que un día cualquiera, sin previo aviso, en las situaciones en las que debería reinar nuestra voluntad, se sublevan mostrando lo que de verdad son capaces de hacer.

Pensemos en los furcios. Que el inconsciente, que nuestros verdaderos deseos, que la mar en coche… ¡Vamos a mí no me engañan! ¡Son las palabras haciendo de las suyas!

O cuando en medio de una discusión, la temperatura sube, la mente se rinde frente a la impenetrable muralla que es el otro, y ¡zas! En lugar de llamarlo a la reflexión, pensar juntos cómo resolver el problema, incluso encontrar la forma de ser fieles a nuestros sentimientos respecto de la otra persona… las palabras doblan la apuesta y se despachan con barbaridades que ni la mente ni el corazón aprueban.

Si lo sabremos…

Por todo esto y por mucho más, sé que las palabras poseen el don de la belleza y la sensibilidad. Pero me esfuerzo por estar alerta, ya que también, tienen la capacidad infinita del daño.

Lo dicho no puede borrarse. Es mentira que a las palabras se las lleva el viento.

Las palabras salen de nosotros siempre, para habitar en otros. Y que así sea, es nuestra manera de ser parte de los que nos rodean.

Es este espacio, el transporte que eligieron, las que vivían en mí, para encontrarte.

1, 2, 3... Probando...

Al fin, me decidí.
La vieja usanza no va más. Lápiz y papel en el cajón, manos al teclado.
¿De qué la irá esto? Vaya uno a saber…
Por lo pronto, me presento.



Uff! más difícil de lo que me imaginé! ¿Qué digo? ¿Mi nombre? ¿Mi apellido? ¿Esas cosas me identifican?

Mi signo! Eso sí me describe! Bah, aunque yo no creo en esas cosas, así que mejor no.

Supongo que podría empezar con el género, seguir con la edad y, luego, la procedencia. Estas tres cosas sí me identifican.

¿Por qué el género? Porque inevitablemente el proceso de socialización y, por lo tanto, de percepción del universo de cosas que nos rodean, se realiza de manera diferente entre mujeres y hombres. Mi punto de vista no es único, pertenece al de millones de compañeras de género.
Soy mujer.

¿Edad? Sí, edad! Hoy, más que nunca en la historia, la edad nos determina. Viejos para muchas cosas, jóvenes para otras, adolescentes para unas cuantas más, nos paramos de cara al mundo desde los años que llevamos subidos a él.
Tengo 26 años.

Procedencia… ¡Qué tema! Me pregunto, mientras escribo, si no estaré reproduciendo, lo mismo que critico, al elegir la procedencia como un determinante. Critico (y denuncio) que el lugar en el que fortuitamente viniste a caer sobre la faz de esta piedra, te fije a una realidad de la que muy difícilmente saldrás a lo largo de tu vida. Sin embargo, lo hace.
Sin ánimos de reproducir esta lógica: Soy Argentina, Latinoamericana.

Supongo que inmediatamente después de esta presentación personal, debería contar los motivos que me impulsan a apretar las teclas y hacer público el resultado de este amontonamiento de caracteres.
La idea de hacer públicos mis pensamientos, reflexiones, intereses, gustos, broncas, alegrías, tristezas, etc., me da como miedito. La sobre-exposición no es lo mío. La desnudez, en general, no me sienta bien.
O, por ahí, soy una víctima más de este sistema que nos separa de los que nos rodean (esas masas de carne y hueso que nos empujan en colectivos y subtes), llamados seres humanos, y que nos vincula de manera entrañable con objetos inanimados como nuestras computadoras, celulares, autos, cuentas bancarias, tarjetas de crédito, ropa, etc., con quienes decidimos compartir nuestra cotidianeidad más íntima.
Supongo que ni una ni la otra.

Escribo. No sé si con algún fin en particular. Por ahora, sólo escribo.
Escribir es una manía que cultivo desde muy pequeña. Hay en mi pasado, cientos de hojas con palabras sueltas. ¡Tranquilos! No voy a trascribirlas en este espacio. Este lugar es un punto de partida. Destino: Unknown.

Bueno… como habrán percibido, nada pareciera tener en mí una respuesta única y directa. Pero (como pretendo hacerlo en repetidas oportunidades en el futuro), los sorprenderé. La idea de este espacio, es poder compartir. Un verbo que aprendí en el jardín de infantes y que el otro día me recordó un niño con el que discutía por un lápiz de color azul. Completamente olvidado, por tantos años de individuación, propongo revalorizarlo y llevarlo a la práctica.

¿Qué quiero compartir? Todo aquello que se me permita a través de este medio. A la mente vienen, sugerencias de libros, frases, canciones, poemas, bandas, eventos, palabras, imágenes, vivencias… en fin, la presencia de un ser vivo detrás de una pantalla plana.
Sí, aunque nos cueste creerlo, todo lo que vemos en la “internet” está hecho por nosotros. Pequeñas personitas que si nos vemos en la calle no nos dirigimos ni la mirada, pero con un aparato por medio nos ofrecemos la vida y mucho más.

Como no escapo a la regla, como el vínculo con los que me rodean me es insoportable, como no puedo mirarte a los ojos y decirte cuánto te quiero, acá va!

¡Levanten el telón y que empiece el show!